Cuando uno es adolescente, lo que quiere es que todo el mundo te quiera. Luego, con el paso del tiempo, uno aprende que hay gente que te quiere y otra que no, y no pasa nada. Es más, es algo bueno.
En las empresas que empiezan suele ocurrir un poco lo mismo.
Cuando le preguntas al empresario a quién quiere ofrecer sus productos, normalmente dice “a todos”. Observen la similitud con lo que manifiesta un adolescente.
El síndrome va más allá, ya que, además de querer que todos me quieran, las empresas ejercen una especie de apostolado, en el se esforzarán por “ofrecer un producto o servicio de calidad”. Es decir, que todos piensen que soy “un tipo guay”. Obviamente, el producto o servicio de calidad es el que “él” considera que debe ofrecer, y, por lo tanto, los clientes valorar y comprar.
Lo que ocurre es que la empresa confunde dos conceptos, el concepto de cliente, el que me compra, y el concepto de público objetivo, al que dirijo mi actividad comercial.
NO TODOS PUEDEN SER PÚBLICOS OBJETIVOS, PERO SÍ TODOS PUEDEN SER CLIENTES.
Las decisiones y acciones de marketing deben de dirigirse a los públicos objetivos, no a los clientes.
No puedes tomar decisiones de marketing sobre el producto, el precio, la promoción/publicidad/relaciones públicas y distribución comercial, sin tener presente a quién te diriges.
Por poner un ejemplo extremo, no es lo mismo para una bodega de la Ribera de Duero vender enoturismo a millonarios rusos, que vienen en vuelo chárter, que a grupos de jubilados de la región. Si lo piensa un poco, los vinos a ofrecer serían diferentes, el precio sería otro, la publicidad, mensaje y canales utilizados no coincidirían y la forma de distribución comercial diferirían.
Si quieres dar un producto de “calidad” es imprescindible saber al menos a quién se lo ofreces, ya que la calidad es algo subjetivo, “a mí esto me gusta, o no me gusta y,… ya está”.
Artículo publicado originalmente aquí.